David C.Roberston, profesor de Wharton, recientemente ha publicado el libro «Bloque a bloque: cómo Lego reescribió las reglas de la innovación y conquistó la industria del juguete». 

Bajo este título no sólo se describe la historia de Lego. También se encuentra el ejemplo de cómo una organización debe aprender a gestionar su éxito y adaptarse al mercado cambiante. Para narrarlo, el autor accedió de primera mano a la juguetera, que nunca había concedido un permiso similar. Se entrevistó con los altos ejecutivos, visitó fábricas de todo el mundo y habló con los diseñadores que inventan los nuevos juguetes que luego dan la vuelta al mundo. 


Todo comenzó en 1932, cuando Lego fue fundada en Billund (Dinamarca) por Ole Kirk Christiansen, un maestro carpintero conocido por crear juguetes de madera de gran calidad para los niños que vivieron la Gran Depresión. A los pequeños les gustaban porque era divertido. Y los mayores lo aprobaban porque resultaba educativo. En una diversificación de su pequeño negocio, Christiansen empezó a experimentar con plásticos, dando origen en 1958 a los primeros bloques de Lego, cuya novedad era la capacidad para acoplarse entre sí. Fue el inicio de un idilio, y durante años las cajas de Lego mostraban niños felices. También las cuentas sonreían al carpintero, que durante tres generaciones asistió a un crecimiento tranquilo de la empresa. 

Un salto temporal hasta el día de hoy muestra que Lego sigue siendo una de las empresas más rentables del mundo. Pero no siempre ha sido así. Los años intermedios, como relata Roberston, fueron muy duros para la firma, que llegó a estar al borde de la quiebra, destruyendo valor a un ritmo de medio millón de dólares por día. Fue «una experiencia cercana a la muerte». 

El origen de esa tormenta fue la década de los noventa, cuando la revolución digital cambió las reglas de la industria, y los videojuegos aparcaron a los tradicionales bloques de plástico. Por si este escenario fuera poco amenazador, la caída de las tasas de natalidad se encargó de echar el resto. 

Lego estaba acorralada: en sus décadas de crecimiento tranquilo no sólo no anticipó la llegada de un nuevo mercado ferozmente competitivo y con mínimas barreras de entrada. Además, una vez que la revolución ya era inevitable, fracasó a la hora de intentar adaptarse a un mundo tan cambiante de consumidores sumamente exigentes pese a su corta edad.
Se intentó de todo. Se hizo especial hincapié en el lanzamiento de nuevas líneas de productos, como películas, series o ropa infantil. Más y más ramas de negocio que, sin embargo, no se traducían en resultados, provocando en 1998 la primera crisis financiera de la compañía. Era sólo el principio. Los números rojos engordaron en 1999 y 2000, poniendo a la firma al borde de la quiebra en 2003 y 2004, cuando perdió 287 millones. ¿Qué estaba pasando? «Una encuesta interna reveló que el 94% de los sets de Lego no eran rentables», recuerda Roberston. 

En ese mismo 2004 se produjo el punto de inflexión. El entonces dueño y nieto del fundador, Kjeld Kirk Kristiansen, cerró fábricas, vendió cuatro parques temáticos y despidió a 2.000 personas. Entre ellas estaba el presidente ejecutivo, al que se sustituyó por alguien que se convertiría en una pieza fundamental de la firma: Jorgen Vig Knudstorp, un joven ex consultor que cayó en la cuenta de que el problema real no era la falta de nuevos productos. «Una vez que buceó en los resultados y costes, vio que había una sorprendente falta de innovación rentable», recuerda el autor de Brick by Brick. 

Se abandonó entonces la innovación por innovación y se pensó en el cliente, simplificando los productos y centrándose en lo básico y en los juguetes estrella. La infinita colección de bloques y materiales de construcción se redujo a 2.700 piezas, que constituyen el llamado «sistema de juego de Lego». En la simplificación estaba, por tanto, el secreto del éxito. Según los datos que recoge libro, el coste de producir un bloque básico era prácticamente cero, pero las piezas especiales, como los dados para juegos o el látigo de las recreaciones de Indiana Jones, ascendían ya a un dólar. «Esto no significa que fueran malas, sólo que su proliferación era la razón por la que la rentabilidad se desplomó tanto en los años 90», apunta Roberston. 

Se trataba, en definitiva, de convertirse en «una firma más pequeña, adaptada al nuevo mercado y capaz de competir», como lo define Knudstorp. Esa imagen quedaba lejos de la empresa que, perdida en largos procesos, podía tardar años en sacar al mercado un nuevo juguete en la etapa previa a la revolución digital. En ese contexto, Lego no sólo se conformaba con tener en su base de clientes a millones de niños que montan bloques de plástico descalzos sobre una alfombra. También peleaba por recuperar a quienes eran sólo unos críos cuando nació la empresa. A esos que ahora, convertidos en adultos, han reconectado con la compañía danesa y se han convertido en los mejores prescriptores para nuevas generaciones. 

Fue así como la empresa dejó atrás sus números rojos y «se convirtió en la firma de juguetes más rentable y de crecimiento más rápido de todo el mundo», dice Roberston. Actualmente las ventas crecen a un ritmo anual del 24% y las ganancias, a un 40%. Y eso pese a operar sin protección de patentes en un mercado altamente competitivo. El secreto sigue siendo lo básico: el bloque de plástico interconectable, a partir del cual ha sabido crear un titán que emplea a 10.000 personas y está presente en 130 países.